Es difícil imaginar un negocio tan bueno. Durante años y años, y sin pedirte cuentas, te regalan los escenarios, te perdonan los impuestos, te hacen la publicidad gratis, te dejan que le cobres a Raimundo y todo el mundo por utilizar un espacio público que pertenece al municipio. Y aún más. Te dejan meter en el Consejo Directivo a la familia para mantener el control. ¿Que de eso tan bueno no dan? Que se lo pregunten a mi Valledupar del alma. Por lustros, el negoción Molina-Araújo, como lo llama Evelio Daza, que tiene por nombre Fundación Festival de la Leyenda Vallenata, viene arrojando beneficios de toda índole, tangibles e intangibles. Los intangibles ya los conocemos: los obtenidos de utilizar el reconocido Festival como si fuese su parranda privada, para fortalecer o extender sus redes de contactos.
Y fallecida Consuelo Araújo en circunstancias trágicas, abominables, que todos deploramos, heredaron la Fundación sus seis hijos, su viudo y su ex cónyuge, e incluso algunos nietos, rezagos de un imperio llamado a recoger. Los tangibles son igual de evidentes. El Estado, con plata de la nación, construye el parque de la Leyenda Vallenata, con una capacidad para unos treinta mil espectadores. Cuando lo termina, se lo entrega a la Fundación, para que lo explote a su conveniencia durante los cuatro días del Festival. Lo hace de palabra, porque no existe concesión oficial alguna. La Fundación no sólo vende las boletas, cuyo número exacto se desconoce, y se queda con el dinero, sino que obliga a las casetas, a todo vendedor -a los que carnetiza-, o lo que instalen en el recinto, a pagar un peaje. También cierran otros lugares y cobran por la entrada y por el espacio público, como el Coliseo de Feria, La Pedregosa...
Y los patrocinadores -Comcel, Bavaria, Old Parr, entre otros- pagan una cantidad que tampoco la Fundación revela. ¿A dónde va esa plata? Al mismo saco, suponemos, porque desde 1987, año en que la Fundación se hace cargo del Festival (entonces celebrado en la Plaza Alfonso López), sólo hicieron un reporte y no es confiable, al carecer de soportes y detalles.Como su voracidad es insaciable, pretendieron dar otro zarpazo: que toda fiesta que se organizara en cualquier lugar público de Valledupar durante el Festival les pagara por entregarles un permiso. Por fortuna, el entonces secretario de Hacienda, John Valle, les paró los pies. Pero su osadía le costó que la Procuraduría en los tiempos de Edgardo Maya, ya entonces miembro de la Fundación, lo suspendiera dos meses por una bobada. Las insolencias, vinieron a decir, se pagan caras. En el 2007, como por arte de magia, no les dieron la acostumbrada exención de impuestos, pero no pasó nada. Salvo que cancelaran ayer los 320 millones que les reclaman (una cifra sacada de algún sortilegio, porque cuentas exactas no existen), aún deben lo de ese año.
Al siguiente, 2008, volvieron a perdonárselos. Y para este 2009, a pesar de que aún incumplían su obligación tributaria, Rodolfo Molina Araújo, presidente ejecutivo, con todo el descaro del planeta, solicitó que los eximieran de los impuestos. Por fortuna, en la Alcaldía no aceptaron y si Júpiter se junta con Marte, porque no parece que haya sobre la Tierra poder humano capaz de obligarlos a cumplir, pagarán parte de lo correspondiente al presente ejercicio. Digo parte y no todo, puesto que no parece que vayan a entregar las cuentas claras y, menos aún, lo recaudado en el pasado. También en esta ocasión, el espacio público no lo explotarán ellos. Ahora que Edgardo Maya no tiene el resorte de la Procuraduría, que tanto temían los funcionarios, habría que animar a los vallenatos a exigir una auditoría presente y otra histórica, y a recuperar lo que es suyo y no de una sola familia.
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